Monday, March 28, 2005

El consumo y nuestro compromiso con los pobres

Sebastian Kaufmann Salinas

Publicado en Revista Mensaje Junio 2005

En el último tiempo, se ha generado una interesante discusión a propósito del tema de la igualdad. Se trata de un tema particularmente sensible e importante para los cristianos. Nuestros obispos nos han mostrado una vez más que el Evangelio debe traducirse en un compromiso ineludible con los más pobres y con la justicia social. Este importante mensaje, me parece que no siempre se encarna en nuestra vida cotidiana. Para muchos cristianos el nivel de gasto y de consumo simplemente no tiene ninguna implicancia y relación directa con el Evangelio. No obstante, se nos olvida que así como existe una manera cristiana de vivir la sexualidad, la vida interior, las relaciones humanas, también existe una manera cristiana de consumir. El problema es simple: los recursos son limitados y por lo tanto cómo y cuanto consumimos afecta directamente la vida de los pobres.
El tema parece molesto e inoportuno, pues afecta directamente nuestro estilo de vida. Como el joven rico del Evangelio, sentimos que es fácil desprendernos de muchas cosas, menos el bajar nuestro nivel de vida. Incluso damos razones económicas, como por ejemplo, algunos argumentan que mientras más gastamos, la economía crece y ello trae bienestar para todos. Más allá de nuestros autoengaños y evasivas, el Evangelio esta ahí, con toda su verdad, recordándonos en numerosos pasajes que Jesús toma partido radicalmente por el que sufre y urge a sus seguidores a hacer lo mismo. Nuestro nivel de consumo no es ni moral ni cristianamente neutro. La pregunta, ¿qué haría Cristo en mi lugar?, también se aplica a cómo Cristo gastaría mi dinero. El rostro concreto de miles cuyo dolor se podría aliviar si compartiéramos más de lo que tenemos, son un constante cuestionamiento a nuestro estilo de vida.
Donde esté tu tesoro, ahí estará tu corazón
Para un cristiano, el problema del estilo de vida es ante todo un problema espiritual. Tiene que ver con “dónde está nuestro tesoro y corazón”, es decir, con la manera en que llenamos nuestras vidas y en quién ponemos los afectos. Es un hecho innegable y casi un lugar común afirmar que los chilenos nos hemos materializado. El aumento y la calidad de los bienes disponibles a un bajo precio nos han seducido. La complejidad del problema es que a través de los bienes de consumo buscamos satisfacer una serie de necesidades que no siempre aparecen evidentes. Por sólo mencionar algunas, podemos enumerar las siguientes:
1. La necesidad de status: El status tiene que ver con el lugar que ocupamos en la sociedad y la manera en que nos sentimos apreciados y reconocidos por los demás. En nuestras sociedades el status está muy relacionado con nuestro nivel de consumo. Si queremos participar de un cierto círculo social y ser apreciado en él, tenemos que tener a nuestros hijos en determinados colegios, frecuentar ciertos restaurantes, veranear en algunos lugares y no en otros, vestir de cierta manera, vivir en específicos sectores de la ciudad, acceder a ciertos “bienes culturales”, tales como la ópera, la televisión por cable, ciertos libros, etc. El problema es que todos estos bienes tienen un costo económico directo y mientras más alto es el nivel de consumo de nuestro grupo de referencia, más fuerte es la presión para estar acorde con ese nivel de gasto para no quedar fuera de nuestro “círculo social”. Un ejemplo trivial: Si en el tiempo del colegio bastaba con juntarnos en una casa y comer hamburguesas, ahora, siendo la mayoría profesionales, quizás iremos a restaurantes que fácilmente pueden costar para una pareja el equivalente a la mitad del sueldo mínimo.
2. La compensación de otras carencias: Es conocido el hecho de que mucha gente al enfrentarse con crisis existenciales o emocionales, consume numerosos bienes para “sentirse mejor”. Mientras más vacías estén nuestras vidas, pobres nuestras relaciones humanas o vida espiritual, la necesidad de compensar esas carencias a través de aparatos electrónicos, viajes, ropa, productos de belleza, etc., será más fuerte. Los bienes nos pueden entretener, distraer, “llenar” y así hacernos olvidar o hacer más llevadera las frustraciones que experimentamos en otras dimensiones de nuestra vida.
3. La presión familiar: Uno de los argumentos más recurrentes que se suelen usar a la hora de justificar cierto nivel de vida, es que “queremos darle lo mejor a nuestra familia”. Conocida es la confusión del afecto con las cosas y muchas veces creemos que la manera de expresar nuestro amor pasa por dar “lo mejor” a quienes nos rodean. También recibimos la presión por parte de los hijos o de nuestra pareja. No es fácil resistirse a ello, sobre todo si existe la posibilidad de acceder a los bienes que nos reclaman o que sentimos que debiéramos adquirir para quienes queremos. Simplemente es importante recordar que darles lo mejor a quienes nos rodean no tiene una equivalencia absoluta con un alto nivel de consumo y que la preocupación por el bienestar de nuestra familia no nos excusa de nuestros deberes sociales.
4. El espejismo del éxito: En nuestra sociedad cada día es más fuerte la identificación entre éxito y nivel de vida. Un nivel alto de consumo (colegios caros, barrios exclusivos, viajes extraordinarios, casa en otros lugares), se supone que es sinónimo de un alto nivel de ingreso, lo que a su vez es interpretado como signo de éxito profesional y personal. La distorsión de este enfoque es evidente. Desde una perspectiva cristiana, el éxito se mide por el servicio y la entrega y no necesariamente porque el mercado valore mi trabajo.
Por estas complejas razones, bajar el nivel de consumo muchas veces supone ir a la causa de nuestros apegos, lo que no siempre estamos dispuestos hacer o de los cuales no estamos completamente conscientes.
Muy relacionado con lo anterior, el otro problema que enfrentamos a la hora de intentar bajar nuestro nivel de consumo tiene que ver con dónde ponemos nuestra confianza. En medio de una sociedad tan secularizada donde todas las expectativas están puestas en los “medios humanos”, no es fácil poner nuestra confianza en Dios. En parte gracias a los avances tecnológicos y a la mejoría en el nivel vida tenemos la ilusión de que tomando los adecuados resguardos nos “aseguraremos” una existencia sin grandes sobresaltos (al menos económicos).
Bajo esa lógica, todo tipo de recursos debieran ser destinados sino a un consumo directo, a algún tipo de ahorro, previsión o seguro, que no es más que un consumo diferido. Siendo la vulnerabilidad humana infinita, también son infinitos los resguardos que podemos tomar. La falacia que está detrás de esta lógica es conocida. Podemos tomar todo tipo de resguardos pero eso no nos libra de estar expuestos a nuestros peores temores, especialmente no escapamos a lo que inconscientemente tratamos de evitar a toda costa: la muerte. El evangelio, por su parte, nos invita en numerosos pasajes a poner nuestra confianza en Dios y a no tomar excesivos resguardos, pues nuestra esperanza y auxilio está en el Señor.
Más allá de la austeridad: La conversión del corazón
La consecuencia directa de un estilo de vida que cuenta con un alto de nivel de consumo y que pone toda la confianza en las seguridades y previsiones que ofrece el mercado, es un endurecimiento de nuestro corazón y una incapacidad de compartir nuestro pan con el hambriento. Como podemos ver, el desafío es inmenso y va más allá de la virtud de la austeridad. La austeridad es una virtud personal que no necesariamente tiene en vista y en consideración a los más pobres. Creo que el desafío es mucho mayor y tiene que ver con una solidaridad efectiva y una conversión radical en nuestro estilo de vida.
Sólo si nos hacemos profundamente conscientes y solidarios con quienes no tienen y sufren y ponemos nuestra confianza en Dios, seremos capaces de hacer cambios de fondo en nuestro estilo de vida. Creo que en un tiempo donde echamos de menos grandes desafíos, aquí tenemos un reto mayor, una invitación profunda a la conversión personal y social. Sin embargo, esta conversión no puede estar animada por nuestras culpas o ser un mero acto de la voluntad. Tiene que nacer de un amor personal a Jesucristo y un deseo de “más afectarnos” con su estilo de vida, sus opciones y su misión. Sólo así, puede ser una opción que se viva con valentía y alegría.
Creo que aquí el lugar de la comunidad es fundamental. Obviamente optar por una vida más sencilla y solidaria en soledad es difícil. Sin embargo, en la medida que es parte de un desafío que involucra a muchos otros que van tomando la misma opción, nos podemos sentir animados y desafiados con el testimonio de los demás. Aquí la imaginación tiene un lugar importante (por ejemplo, para aprender a pasarlo bien gastando menos o para “traducir” nuestros sacrificios y renuncias en ayuda concreta).
Finalmente, creo que una condición necesaria para este cambio en nuestras vidas es un contacto directo (“efectivo y afectivo”) con quienes sufren. Una opción “abstracta” por los pobres difícilmente nos moverá el corazón ni nos ayudará a tomar decisiones difíciles que toquen nuestro estilo de vida. En cambio, en la medida que puedo sentir y experimentar que una vida más sencilla y desapegada significa mayor bienestar y alegría para los demás, mis opciones se llenan de sentido al tener rostros concretos que me interpelan y me invitan a perseverar.

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